Gijón, 19 de mayo de 2022

Noelia Ordieres Buarfa-Mohamed
Trabajadora social y escritora

Vivimos en un contexto social cambiante, dinámico e imprevisible de manera continua y esto es irremediablemente inherente al papel del trabajo social en él, pero ¿estamos preparadas como profesionales para asumir estos retos?

Hace dos años nos encontrábamos con una situación, como es la epidemia por COVID-19, que ya estaba pronosticada por epidemiólogos y expertos en materias de desastres, dejó al sistema en la mayor crisis mundial de los últimos años.

Actualmente, nos encontramos inmersas en una guerra que quizás, como el caso anterior, ya estaba pronosticada y que, como buenas sociedades abducidas por el capitalismo, trabajadas en el individualismo y la insolidaridad, hemos preferido obviar. 

Pero, ¿es nueva una guerra? ¿Por qué de repente esto os merece toda la atención y recursos del Estado? ¿Qué ha ocurrido para que nos haya afectado de manera directa una guerra que no roza nuestras fronteras?

No, sabemos de manera veraz que no es una guerra nueva, como no lo son las guerras de otros países en los que intervenimos como miembros de la OTAN, como receptores de personas migrantes solicitantes de asilo, o como miembros de los cuerpos diplomáticos.

Lo que no sabíamos como sociedad, o para lo que nos habían preparado, es para ser una sociedad totalmente dependiente. Desde las negociaciones de la industrialización de los 80 a los abandonos a los que están sumergidas las zonas rurales con especial incidencia en los trabajadores y trabajadoras del campo, hemos seguido un sendero que nos ha traído hasta aquí.

Renunciamos al autoabastecimiento de recursos básicos, a las negociaciones intensas de las cuotas pesqueras y de un largo etcétera que nos ha llegado en este momento con las consecuencias que ahora vemos, vivimos, sentimos, la dependencia absoluta de guerras que siguen necesitando de víctimas civiles para alimentarse.

El genocidio que está ocurriendo en Ucrania es necesario, es necesario en términos geopolíticos, es necesario para la propia Ucrania y para el resto de países que viven con ansias de víctimas para justificar el monopolio de los grandes intereses que subyacen de estos conflictos.

Los desabastecimientos, las presiones económicas, los muertos, los millones de desplazados.

Y ahí está una vez más el trabajo social, como herramienta que vuelve a gestionar la miseria, las migajas en forma de ayudas de la UE, ahí vuelve a encontrarse entre ratios mínimos de profesionales que sostienen a las víctimas de esta guerra.

Pero esto ya lo veníamos haciendo, ya conocemos las consecuencias de las guerras, del capitalismo salvaje, de la soledad no deseada que se vive en las zonas rurales del Estado y ya lo veníamos advirtiendo.

España, en estos tres últimos meses se ha convertido en un país solidario, SOLIDARIO en mayúsculas, pero ¿lo hemos hecho bien?

NO, definitivamente. De repente miles de personas se han convertido en héroes y heroínas por un día. 

Hemos sumido en el caos la gestión de llegada de personas solicitantes de asilo. Todo el mundo ha querido tener un niño refugiado, rubio y de ojos azules en casa. Todas hemos querido tener nuestro propio pobre al que salvar o con el que salvarnos.

¿Las consecuencias de todo esto? 

El racismo subyacente de estas acciones, las personas que llegan a nuestras playas huyendo de la guerra llevan años siendo grabadas en su desembarco en tierra y cuentan con millones de comentarios que rechazan que sus sucios y negros pies pisen nuestras delicadas arenas blancas. Pero esto no ha ocurrido (en un primer momento) con las personas que huyen de la guerra ucraniana. Sigue habiendo pobres de primera y de segunda.

El caos de miles de mujeres y niños y niñas llegando sin ningún control a nuestro país y al resto de Europa.  Mafias aprovechándose de las miserias humanas (una vez más), aumento del consumo de porno con búsquedas tales como “porno con ucranianas” y un largo etcétera…

Personas que en su buenismo acrecentado por las opiniones de tertulianas del “prime time” han acogido a personas en sus casas y después de unas semanas se han dado cuenta de que huir de una guerra no es renunciar a una misma, a su forma de entender la vida, la familia. Se han dado cuenta de que no son esos pobres acogidos por la iglesia católica en la edad media y que debían agradecer a Dios la bendición de haber sido tocados por una mano cristiana, siendo más bien animales sometidos y carentes de derecho u opinión.

Hemos gestionado millones de toneladas de alimentos con destino la frontera polaca, donde miles de productos se amontonan sin ningún criterio esperando ser adquiridos por las personas que pasan por allí, provocando ventas en el mercado negro.

Hemos obviado a las entidades que llevan años gestionando situaciones de guerra porque hemos preferido enviar una caja de galletas que trajera una etiqueta con nuestro nombre.

Y en todo este caos, estamos nosotras, una vez más, gestionando el malhacer del Estado, las miserias del capitalismo, acogiendo a las víctimas de una y tantas guerras.

Lo seguimos haciendo sin recursos, sin respuestas y en muchos casos sin la suficiente fuerza de la voz.Deberíamos pararnos a reflexionar en qué posición nos encontramos en estas guerras, cuál debe ser la voz de la profesión y cuál ha de ser la denuncia continua de quienes, una vez más, formamos parte (inevitablemente, parece ser) de la estructura que a su vez sostiene el equilibrio.

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